viernes, 11 de abril de 2008

Conocimiento y vida, ¿patentados o como bienes comunes?

Tomo prestada una idea que Joseph Stiglitz desarrolla en su libro Cómo hacer que funcione la globalización y que me ha llamado poderosamente la atención. Se trata de la comparación que él y otros autores han hecho de la apropiación y privatización del conocimiento con los cercamientos de los terrenos comunales (enclosures en inglés) a favor de los señores feudales, ocurrida en Inglaterra sobre todo a partir del siglo XVII, y que fue el germen del sistema capitalista de mercado que tenemos en la actualidad.


El Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC o TRIPS en inglés), como parte del entramado legal de la Organización Mundial de Comercio (OMC), ha dado una vuelta de tuerca más al ya maltrecho estado de la condición libre del conocimiento humano. No es que los derechos de propiedad intelectual sean un error por sí mismos, existen ventajas e incentivos para la creación y la investigación que tienen claros beneficios para artistas y académicos por ejemplo. Sin embargo, existen áreas donde los derechos de la propiedad intelectual, tal y como se recogen en el ADPIC, suponen una amenaza muy clara y grave para el conocimiento e incluso para numerosas formas de vida. La razón es simple, el ADPIC ha supuesto un triunfo para los intereses corporativos en los EE.UU. y Europa, es decir, ha primado como prioridad absoluta el aumentar los beneficios de accionistas y directivos por encima de todo y todos. Los peor parados, como suele suceder casi siempre, son los países en vías de desarrollo y la inmensa mayoría de la población mundial que no puede permitirse los lujos de los que habitan los países industrializados, aunque en estos últimos países también se dejan sentir los efectos perversos del ADPIC. El peligro lo presentan sobre todo las grandes compañías farmacéuticas y las que se dedican a la manipulación genética, que agravan la llamada
tragedia de los bienes comunes.

Por ejemplo, las compañías farmacéuticas se oponen frontalmente al uso de medicamentos genéricos, es decir, aquellos medicamentos que tienen una composición o principios activos similares a los de marcas registradas pero a un coste mucho menor. Estos medicamentos son producidos en su mayor parte por países en vías de desarrollo para hacer posible que personas con bajos recursos económicos puedan acceder a tratamientos contra el SIDA u otras enfermedades graves. La razón principal que arguyen las compañías farmacéuticas es que si se permite la producción de genéricos el incentivo hacia la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos quedaría roto. Sin embargo, como bien apunta Stiglitz, las farmacéuticas invierten mucho más en publicidad o medicamentos relacionados con el estilo de vida (crecimiento del cabello, impotencia masculina, etc.) que en otros medicamentos que prevengan o curen enfermedades, y aún menos en aquellas enfermedades que más se dan en los países pobres como la
malaria o la esquistosomiasis, con lo que esa excusa es inaceptable.

Una ley internacional de patentes tan extensa y favorable hacia los intereses corporativos como el ADPIC crea monopolios sobre áreas de conocimiento que lejos de estimular el desarrollo y la investigación, lo que hace es reforzar el carácter lucrativo de la mayoría de los proyectos de investigación. La disyuntiva que se les presenta a las corporaciones es la siguiente; se investiga e invierte tiempo y dinero en pequeñas variaciones de medicamentos ya conocidos que creen nuevas patentes y/o en medicamentos relacionados con estilos de vida, o se hacen esfuerzos para encontrar medicamentos que salven o mejoren las vidas de millones de personas aunque tengan bajos recursos económicos y/o vivan en los países menos desarrollados. Con los incentivos que crea el ADPIC la primera opción es la que prevalece, con lo que hay que crear otros incentivos y elementos de disuasión para que la balanza no se decante solo del lado del puro beneficio económico.

En 2001 el gobierno de los Estados Unidos no dudó un momento en amenazar a Bayer con hacer caso omiso de su patente sobre Cipro, el antídoto más efectivo conocido contra el ántrax, con lo que Bayer tuvo que ceder en sus pretensiones. Esta medida fue tomada porque se creyó que la emergencia lo requería, sin embargo cuando países en vías de desarrollo intentan resolver sus propias emergencias y crisis causadas por enfermedades como el SIDA, las farmacéuticas con el apoyo de los gobiernos occidentales se niegan a que usen el mismo derecho que los Estados Unidos, lo que equivale a firmar la pena de muerte (lenta y dolorosa) de cientos de miles de personas.

En el mundo académico, el hecho de que no existan derechos comerciales de la propiedad intelectual no significa que el incentivo a la investigación desaparezca. Imaginemos, como dice Stiglitz, que cada vez que a un investigador en un laboratorio o a un matemático se le ocurre una idea vayan a la oficina de patentes con un abogado para registrarla. Se dedicaría más tiempo a cuestiones legales que a la investigación en sí misma. Las corporaciones ignoran esta cuestión totalmente, y además se valen del conocimiento generado por los/as investigadores/as que está a disposición de todo aquel que lo necesite, con lo que dejan ver su lado más hipócrita; ellos se valen del conocimiento generado por otros pero nadie se puede valer del conocimiento generado por ellos.

Las farmacéuticas no dudan tampoco en utilizar plantas medicinales y conocimiento tradicional de zonas y países tropicales para crear medicamentos que luego patentan creando un monopolio sobre su uso, lo que equivale a robar descaradamente ese conocimiento tradicional. A este hecho se le ha llamado piratería biológica. Uno de los casos más conocidos fue el del intento de patentar en los Estados Unidos la cúrcuma (azafrán de las indias) por sus propiedades curativas. La patente se otorgó pero tras años de litigios judiciales finalmente se revocó, lo que costó un tiempo y un dinero muy valiosos para un país en desarrollo como para desperdiciarlo de esta manera.

También está el asunto de los organismos genéticamente manipulados (OGM) y de las grandes compañías que intentan forzar su implantación por todo el mundo, como es el caso de la archiconocida Monsanto. En este caso, se utiliza el ADPIC como una especie de caballo de Troya para meter por la puerta trasera los OGM en los mercados de todo el mundo. Con la (patética) excusa de que los OGM pueden solventar las crisis alimentarias y el hambre de los países más pobres (como si a estas multinacionales les importase el bienestar de los seres humanos), compañías como Monsanto intentan ganarse la confianza de la gente. Hay que recordar que esta compañía fue la que produjo el agente naranja que fue utilizado en Vietnam por el ejercito americano como defoliante causando muerte y destrucción a escalas pocas veces conseguidas.

En un caso similar al intento de patentar la cúrcuma, la compañía americana RiceTec intentó patentar una variante del arroz Basmati utilizando dicho nombre. La patente se le otorgó a la compañía, aunque de nuevo tras costosos litigios la perdió frente a la India. En otros casos sin embargo, países con menos recursos que la India no pueden permitirse el lujo de enfrentarse a dichos litigios y han de ver como los piratas biológicos saquean su conocimiento medicinal tradicional. También son conocidas las prácticas de la compañía Monsanto por las que crea variaciones de plantas que producen semillas que no pueden ser replantadas, forzando a los agricultores a comprar cada año las semillas genéticamente modificadas. Esto equivale a privatizar formas de vida que hasta ahora han estado disponibles libremente. El peligro no solo es social, también lo es ecológico dado que los OGM se pueden propagar y contaminar otras plantas y cultivos, y sanitario ya que aún queda pendiente el probar que los OGM no son perjudiciales para la salud humana y animal.

Para acabar, solo apuntar que una de las más importantes y valiosas facetas de la vida es el conocimiento. Toda iniciativa individual o colectiva que resista la comercialización de esta área de interacción humana es más que bienvenida, aunque sea simplemente porque nos hace más libres y más humanos.


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